
Las perlas eran el símbolo por excelencia de elegancia en la antigua Roma, siendo suaves, redondas y de un blanco nacarado inigualable. La pasión romana por las perlas no fue un capricho pasajero, ya que el naturalista Plinio el Viejo documentó esta tendencia en el siglo I d.C. Las perlas provenían principalmente de regiones como el mar Rojo y el golfo Pérsico, y eran obtenidas por buceadores que descendían sin equipos, aumentando su valor. Los comerciantes de perlas establecieron sus negocios en áreas destacadas de Roma, como la Vía Sacra, y las mujeres romanas las lucían en distintas formas, como en collares de varias hileras, cosidas en sus vestidos, engastadas en diademas, horquillas para el cabello, etc. El Senado promulgó leyes suntuarias para limitar el uso de estas gemas a ciertas clases sociales, pero la presión simbólica era más fuerte, ya que llevar perlas era afirmar que una mujer pertenecía a la élite.